OSY

Grata versión de obra de Gutiérrez Heras en concierto de la OSY

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domingo, 28 de mayo de 2023 · 01:00

El décimo concierto, otra “colita” de la desafortunada XXXIX Temporada —o el añadido del tercer concierto si así se desea— continuó anteanoche, en el Palacio de la Música, con un programa dirigido por José Areán y en el que predominó el uso de las cuerdas.

Se ejecutaron piezas de un mexicano prominente, José Gutiérrez Heras, fallecido en 2012, así como de dos autores eslavos reconocidos en todo el orbe: Antonin Dvorak y Piotr Tchaikoswky.

Hubo un preludio luctuoso, pues don José pidió un minuto de silencio en homenaje al compositor Javier Álvarez, funcionario local en el área musical, recientemente fallecido, a quien le dedicó una de sus variaciones sobre tema del inglés Elgar.

Poblano, pleno de diversas habilidades —alumno de Arquitectura, asesor de Radio UNAM, maestro del Conservatorio Nacional, alumno de Messian y del instituto Julliard— Gutiérrez Heras fue esencialmente un espíritu libre y jamás comprometido a ninguna corriente. Componía —afirman expertos— sin antagonismos ni conflictos con ninguna escuela.

El nombre de la pieza —Postludio— produjo dudas. ¿Sería el epílogo de alguna obra mayor? El mismo Gutiérrez Heras se encargó de aclarar que se trataba de una sumatoria de temas muy queridos que guardaba por décadas y ahora lo había confiado a un tríptico sinfónico para breve orquesta. No se trataba de un epílogo, sino un testimonio de los adelgazados soplos de la música cuando pretende ir más allá de las palabras.

La obra se revela en tres secciones. La primera, estática como una eterna infancia, como si todos los audaces proyectos quedaran postergados dejando sólo vestigios de su generosidad. La segunda es un allegro, escisión de asombro, con atractivos pasajes para violín y chelo y tenemos en el último instante —con forma fugada a cuatro voces— una evocación renacentista deliciosa. Fue muy grata la versión de la OSY.

Dvorak

¡Ah, ese don Antonin, tan católico y tan íntegro, de ésos que parecen sustento de todo corazón! Hizo algo inaudito en 1878. Para agradecerle una nota de prensa favorable a sus Danzas eslavas, le dedicó al periodista Louis Ehlert la inolvidable Serenata para alientos y violoncello Op 44 que nuestra orquesta dispuso en segundo término.

Estrenada en Praga, quiso Dvorak ensalzar académicamente las serenatas callejeras en las que el mismo Mozart se había fijado para entretener con divertimentos a su infame arzobispo. Comienza la pieza con un aire de marcha nupcial modelada con solemnidad, a la que sigue un minueto que descansa en una lenta danza Sousdska que se aviva intensa y repentinamente.

Un Andante —página de las más gloriosas de don Antonin— nos habla en el lenguaje de las flores y las espirales de humo antes de dar paso a un final rústico y festivo, el mapa feliz del pueblo simple que nos lleva a peregrinar a las aldeas de Bohemia cuando el viento del Norte se despierta en pequeños soplos.

Un favorito

Cuando aquel asesino múltiple que se llamó José Stalin estaba “retentado” para enviar a Siberia unas mil o dos mil almas, había una forma de intentar disuadir a la bestia: en el salón azul, el de las horrendas reflexiones, se le dejaba escuchar a su compositor predilecto: Piotr Ilich Tchaikowsky.

Aseguran testigos confiables que aquel espíritu rebosante de maldad no tardaba en mostrar serviciales gestos, por quién sabe cuáles intersticios del cosmos le llegaba la paz. Se volvía otro, se le iluminaba la mirada, la pólvora quedaba sujeta a su pantalón de cruda pana.

De aquel mismo Tchaikowsky —compositor elitista y “fifí”, pero gran favorito de los fieles de la OSY— tuvimos como cierre de programa una de las piezas que el autor más amaba, que hasta su maestro Rubinstein, parco en alabanzas, la colmó de elogios: la Serenata para cuerdas en Do Mayor Op 48. Cuatro instantes tiene esta tentativa de darle solidez a la pretensión de llegar en vida al cielo. Una sonatina —comienza lento y se esponja— que es un homenaje a Mozart, su ídolo. No disimula el ruso su ansia de subir por las melodiosas enramadas del austriaco. Nuestros sentidos se lo agradecen.

Sigue uno de esos valses que no tienen parangón, que engalanan sus ballets y otros momentos cumbres de su obra. No tiene nada de raro que las quinceañeras prefieran el Vals de las flores a cualquiera del señor Strauss. Agradecemos a nuestra orquesta su delicada, sólida versión.

Viene enseguida la Elegía con una de las paletas más tristes, evocadora de aquel murmullo de dolor que habita en sus dos últimas sinfonías, y el Final, que arranca con una canción del río Volga, se expande pleno de jovialidad rusa, renacer de campos y de esperanzas. Bello detalle ese tomar el tema inicial, mozartiano, para el ultimo instante.

Nuestra orquesta recibió nutridos aplausos.— Jorge H. Álvarez Rendón

 

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